jueves, febrero 27, 2003

En poesía , como en todas las artes, las formas son cristalizaciones históricas; en su momento responden a necesidades expresivas o de organización de nuevos materiales. Aunque la invención de una forma específica no haya sido al principio más que una ocurrencia, al encontrar una circunstancia propicia tal forma supera la condición azarosa de su origen y se convierte en una marca de la época. El soneto, por ejemplo, inventado alrededor de 1225 en Sicilia por Giacomo di Lentino, ha tenido una fortuna seguramente superior a las expectativas más optimistas de su inventor (quien por cierto probo suerte con otras formas, aunque menos exitosamente). La asimetría de la forma soneto, su gran novedad estructural, posibilitó la organización del "contenido" del poema de una manera más estricta que la que admitían las formas simétricas. Con todo, cabe preguntar (la pregunta es retórica...) si el soneto sería lo mismo si Petrarca no hubiera privilegiado su uso; o en nuestra lengua, Garcilaso, etc.

A partir del siglo XX, es decir, a partir de la toma de conciencia de las artes sobre sí mismas, es casi inconcebible un soneto que sea algo más que (parafraseo a Adorno) un ejercicio escolar. Ese "casi" sin embargo, le permite a Gorostiza escribir los impresionantes poemas de "Presencia y fuga", o a Paz experimentar con varias modalidades de soneto en "Aunque es de noche" (obra muy superior, me parece, al pretencioso "Homenaje y profanaciones".

domingo, febrero 23, 2003

El poema lírico, como todo producto verbal o entidad lingüística, comunica; pero su “vida” no se agota ahí. Mientras que los actos de habla o enunciados, una vez cumplida su función comunicativa, se agotan, la “vida” de un poema apenas comienza cuando se revela su inutilidad; es decir, una vez que su función comunicativa se ha cumplido. Es ésta la condición paradójica de los poemas y, podría generalizarse, de las obras de arte. De ahí deriva también su marginalidad; un poema no-marginal es un contrasentido. Es cierto que hay obras poéticas que llegan a alcanzar gran notoriedad, pero ella se debe siempre a un malentendido. El poema consagrado, es decir, asimilado por las narrativas dominantes de una sociedad, ha sido de antemano desactivado como poema: se puede entonces leer como ideología, y desde luego, ser empleado como arma de dominación o de emancipación –que no son sino dos caras de una misma esclavitud.

El poema está amenazado permanentemente; su única resistencia reside en su estructura, su estructura es su resistencia. Expuesto a innumerables campos de fuerza discursivos, el poema debe soportar, si ha de sobrevivir, los constantes embates de los discursos al uso, sean éstos dominantes o no.

La fuerza del mensaje poético no es sino la tensión generada entre lo social y sus propias líneas de fuerza. De aquí que resulta un acto obvio y superfluo el denunciar o descalificar la poesía comprometida, sea cual sea su compromiso; al ponerse al servicio de una causa, el poema pacta con aquello que lo niega y así renuncia a su tensión. El habla social, es decir, aquélla producida en condiciones culturales convencionales, es, por definición, antipoética: la comunicación supone la posibilidad de un acuerdo.

Las historias de la literatura tendrán siempre a la mano momentos ejemplares donde el arte “brotó naturalmente” del pueblo, o por lo menos, estableció una relación muy estrecha con él: la tragedia ática, la comedia de los corrales... ; mera romantización , si se ve más de cerca o con más cuidado.

El poeta no debería en realidad, en tanto poeta, es decir, en tanto productor de textos cuyos mensajes tienen tales o cuales características, preocuparse por su relación con lo social. Una vez aceptado que no puede escapar a su condición de ente social y que el lenguaje --su material de trabajo-- es necesariamente colectivo, podría dejar de preocuparse por su posición dentro del tejido social.

La preocupación por la pérdida de sentido de la poesía, presente siempre en periodos de “esteticismo” y por ello muy aguda en ciertos momentos del siglo XX, se vería como lo que es, una falsa preocupación, si se considerara a la poesía como la actualización del sistema de la lengua; tal actualización se da, es bien sabido, en cada acto de habla. Considerando, pues, el discurso poético como una más de las modalidades discursivas a disposición de los usuarios de una lengua, la singularidad de los mensajes poéticos no pondría jamás en duda la posibilidad de un sentido. La sintaxis misma, de acuerdo a las teorías lingüísticas contemporáneas, asigna, estructuralmente, a partir de ciertos elementos léxicos, papeles semánticos; es decir, ahí donde hay un sintagma hay, por definición, sentido. Claro que la configuración del sentido admite variantes muy diversas. Las vanguardias artísticas de principios del siglo XX problematizaron la relación entre la realidad empírica y su representación en el plano simbólico, y al parecer, tal proceso no es reversible. La ingenuidad en el arte es tan culpable como la deliberada recusación a maneras históricamente agotadas. Si en algún sitio tiene cabida la idea del pecado original, es en el arte: la expresión “se nace culpable” puede reducirse a “se nace” sin pérdida alguna. Quien se crea inocente, o se engaña o, sencillamente, no ha nacido aún.