Hoy, 23 de abril (ayer quizás, cuando termine esta nota), se cumplen 112 años del nacimiento de Sergei Prokofiev. Motivo quizás suficiente para preguntarse --como si hiciera falta un pretexto-- por el destino de su música. Su obra, como es bien conocido, ha gozado de un éxito constante en las salas de concierto (basta pensar en su concierto para piano número 3, pieza obligada en todo concurso.) La pregunta es ¿cuánto tiempo sobrevivirá? Difícil predecirlo, sobretodo cuando las instituciones culturales están al servicio del mercado. La aportación de la música de Prokoviev al lenguaje musical del siglo XX, es más bien escasa. Su éxito radica en la ilusión de búsqueda que representa. Por un lado, conserva las grandes estructuras de los dos siglos anteriores (la forma sonata, el principio de variación, los movimientos canónicos de la sinfonía o el concierto), la regularidad rítmica y la tonalidad; además, mantiene vigente la necesidad de un virtuoso, es decir, de un ejecutante que se eleva sobre el tejido musical, a la manera del héroe romántico, y vence todos los obstáculos hasta alcanzar un punto de feliz equilibrio, que no es sino el retorno a la tonalidad original. Por otra parte --y aquí reside la ilusión de búsqueda-- explota las posibilidades cromáticas que se encuentran ya en la paleta orquestal de Mahler y Debussy. Da lástima el desperdicio de un talento que no quiso --o no supo-- sobreponerse a su contexto cultural. Con todo, es posible disfrutar, a condición de ser ingenuo, sus sonatas para violín o alguno de sus conciertos para piano.
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