La gran lección de la poesía concreta -y de las tendencias de escritura afines- es su despojamiento de la sintaxis. Gran paradoja si se recuerda que Mallarmé, uno de sus gurús -¿o es gurúes?- se definía como un sintacta. La construcción lingüística que es todo poema ha descansado históricamente sobre la sintaxis; esto es, sobre la combinatoria de las palabras para formar frases y conglomerados -o, más preciso: secuencias- de frases, tejidos -textos-.
El concretismo también recurre a una combinatoria, pero se trata de una combinatoria entre morfemas; tal operación permitió que los significados aparecieran, por decirlo de algún modo, desnudos. Se trata de una operación análoga a la que se efectuó en la pintura abstracta, donde los colores pudieron ser apreciados en su pura condición cromática, sin referencia a algún objeto. Así, las palabras de un poema concreto transmiten todo su complejo sémico en un estado de cuasi-pureza; las variaciones morfológicas permiten que las palabras se mantengan dentro de su complejo sémico original.
La sintaxis es una camisa de fuerza; liberarse de ella es imposible, pues toda combinación está prevista por el sistema (la lengua), por más descabellada que tal combinación sea. La morfología es también una prisión, pues anticipa todas las formas que una palabra, incluyendo susu combinaciones y derivaciones, puede adquirir.
Es cierto que idealmente hay, por alargamiento, un número infinito de posibles sintagmas -y ello haría posible una liberación-, pero tal libertad es una ilusión: la memoria inmediata se le opone. La solución es a profundidad: ir a las capas sedimentadas del lenguaje, es decir, a lo semántico (pensar en Celan:
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